Es así como Su Santidad desea que en el seguimiento a Cristo nosotros también seamos “sal y luz del mundo” (Cf. Mt. 5, 13-14): Sal para darle sentido a nuestra existencia, darle consistencia a la “cocción” de nuestro paso por este mundo y encontrarle razón al don de la vida; y, en complemento, también va nuestra propuesta de ser luz, aquel faro que ilumine siempre el camino que ha de ser seguido, linterna que deja mirar en las noches, pero también el sol que de paso a un nuevo día en el que se realiza la obra de quien paradójicamente actúa siempre en día. Si recorremos el Evangelio en sus cuatro versiones nos vamos a dar cuenta que Jesús siempre realiza su obra desde el amanecer hasta el atardecer, pero no se nos registra acción exteriorizada de Nuestro Señor en las noches, más que pasar orando al Padre, es decir, prepararse para su acción cuando el sol salga y mientras éste brille a su lado del planeta. Entonces, nuestra compatibilidad con la acción de Jesús se encamina a portar la luz que permite a Dios obrar, porque entre otras cosas está claro que si Jesús de Nazaret hacía milagros era por el extracto divino que poseía. No estoy quitándole divinidad al Señor Jesús, estoy diciendo que Dios actuaba en Él porque era Él mismo, en cambio, nosotros al no obrar por nosotros mismos somos la “luz del día” que permite por nosotros que Dios actúe.